domingo, 4 de diciembre de 2011

El toser y la nada.

Rotbailer está triste. La cruel azucena de flores plegadas y núbil se escampa por toda la resumida cuenca de su habitación, escondida entre maravillas de polvo y crujientes cáscaras de animales, un subterfugio de lo que viene siendo el grimorio de los dibujos de las ubres no cantadas por bardo en consideración de uno de sus maestros, esto es, LA NADA. 

El patrimonio de lo veraz se esconde en las esquinas de su maleta y él sabe porque lo ha reconocido, que ni siquiera piensa en viajar demasiado a menudo, sobre todo porque no encuentra resmas de papel ni hay megas suficientes donde descargar el placer de un corolario que le sirva de indumentaria, joder. Esto no tenía por qué ser así. Rotbailer piensa en qué debe estar pensando su familia de él cuando lo ve pasar con los brazos rehechos de domingo, sujetando en la medida de lo posible el dominical, a su perro Flacher-T (“fleicherti”) y el móvil de mirar-la-hora. 

Así que no es tristeza, es opresión en la boca del estómago. 

A veces la pregunta de quién mató a Keneddy, no importa tanto. Importa la postura. ¿Qué comió esa noche su asesino? ¿Jacqueline? ¿Él mismo? 

¿Dónde estaba Juan Pardo EN LA HORA EXACTA? 

Lo dicho, todo conduce a LA NADA. Pero LA NADA nunca está vacía. 

Así que, olvidémonos por un momento de lo que ha dicho y escribe: ¿qué haces tú para no ser una parte de este enorme hueco entre la espada y la pared? NADA. Eso es, nada.